Comentario
De cómo salía la nao y los otros dos bajeles de la bahía Graciosa: los trabajos que por el viaje había: pérdida de la galeota, y dase razón de un ermitaño
Había desde la bahía Graciosa a Manila distancia de novecientas leguas. El siguiente día, diez y ocho de noviembre del mismo año, salieron los tres navíos en demanda de la isla de San Cristóbal, y estaban los aparejos tales, que para recoger la barca se rompían tres veces.
Murieron en un mes cuarenta y siete personas. Los demás se llevaron casi todos enfermos pero alegres, pareciéndoles que ya tenían sus trabajos acabados. Los ojos puestos en las chozas del pueblo, diciendo: --¡Ahí te quedarás, rincón del infierno, que tanto nos has costado! Llorando maridos, hermanos y amigos, caminaban vencidos del propio amor.
Navegóse este día y el siguiente al Oessudueste. Pesado el sol, y hechas cuentas, se hallaron once grados. Miróse luego si por alguna parte se via tierra, y no fue vista. Este mismo día cayeron malos el contramaestre y otros cuatro marineros; y cinco o seis que quedaron sanos, dijeron al piloto mayor: que mirase que aquella nao estaba desaparejada, llena de enfermos, faltos de agua y comida, y no se podía con ella andar arando la mar. Ayudaron los soldados, y no faltaron voces: ni había viento, y se rompió el estay mayor, con que hubo un mal sabor que duró un rato por estar variables los pareceres. Remediado, dijo el piloto mayor a la gobernadora que la altura en que estaba era de once grados; conforme a lo acordado que mirase lo que mandaba se hiciese. A que respondió, que pues no se via la isla de San Cristóbal ni el almiranta parecía, que hiciese su camino a Manila.
El piloto mayor hizo gobernar con el viento Sueste al Noroeste, por huir de la Nueva Guinea de que se hacía muy cerca, por no hallarse entre islas, u otras tierras; que si no fuera por la incomodidad del navío, diera orden de ir costeando aquella tierra y saber lo que era.
Por este rumbo fuimos navegando hasta veinte y siete del mes, y bajar a cinco grados. Viose este día en la mar un grueso tronco, un grande hilero de rosuras de río, con tres almendras como las que dejábamos, muchas pajas, culebras, y el viento Sudoeste con refregones, colages y aguaceros de aquella parte: y por estas señas entendimos que la Nueva Guinea estaba cerca de este paraje. Empezamos a hallar grandes olas venidas del Noroeste y del Nornorueste, que dieron a la nao mal trato, y peor cuando había bonanzas o calmas: señal de cursar aquellos vientos de la otra parte de la línea. Duró esto hasta casi las islas de los Ladrones. También hubo contrastes sin hallar viento hecho hasta otros cinco grados parte del Norte, y en ellos se halló brisa del Lesnordeste al Nordeste que duró todo viaje; y si el sol estuviera cerca del cenit cuanto lo estaba de Capricornio, no sé cómo fuera al doblar la Equinocial.
Navegóse hasta diez de diciembre: hallóse altura de medio grado por llegar a la línea, paraje en que se halló, estando claro el cielo, sosegado el aire, quieta la mar, sin verse tierra, un tal frío de noche, que era menester cubrirse con paños de lana, y de día un sol tan fuerte, que aún no apuntaba por el horizonte, ya no se podía sufrir su calor.
La galeota había días que se conocía de ella que maleaba, porque se apartaba y no quería acudir a las obligaciones de su capitanía. La gobernadora hizo que se notificase al capitán de ella que, so pena de traidor, no dejase la conserva, ni se apartase media legua; pero siempre le pareció que la capitana, por sus incomodidades y llevar el árbol mayor rendido, no había de llegar a salvamento. Por esto aquella noche viró de otra vuelta, y desapareció sin ser más vista.
La ración que se daba era media libra de harina, de que sin cernir se hacían unas tortillas amasadas con agua salada y asadas en las brasas; medio cuartillo de agua lleno de podridas cucarachas, que la ponían muy ascosa y hedionda. La paz no era mucha, cansada de la mucha enfermedad y poca conformidad. Lo que se veían eran llagas, que las hubo muy grandes en pies y piernas; tristezas, gemidos, hambre, enfermedades y muertos con lloros de quien les tocaba; que apenas había día que no se echasen a la mar uno y dos, y día hubo de tres y cuatro: y fue de manera, que para sacar los muertos de entre cubiertas, no había poca dificultad.
Andaban los enfermos con la rabia arrastrados por Iodos y suciedades que en la nao había. Nada era oculto. Todo el pío era agua, que unos pedían una sola gota, mostrando la lengua con el dedo, como el rico avariento a Lázaro. Las mujeres, con las criaturas a los pechos, los mostraban y pedían agua, y todos a una se quejaban de mil cosas. Bien se vio aquí el buen amigo, el que era padre o era hijo, la caridad, la cudicia y la paciencia en quién la tuvo; y se vio quién se acomodó con el tiempo y con quien así lo ordenaba. Viéronse muchas muertes sin confesión, y otras faltas que de verlas todas juntas era para sentir sumamente. La Salve se rezaba a la tarde, delante de la imagen de Nuestra Señora de la Soledad, que fue todo el consuelo en esta peregrinación.
Había ido a la jornada un venerable viejo y buen cristiano, que en Lima era barchilon, que servía al hospital de los indios: su nombre era Juan Leal (que tal fue él para todas las necesidades que hubo). Este siervo de Dios y viejo honrado, con poca salud, porque era convaleciente, sin asco (que había bien de qué tenerle con mucha verdad, porque ,él mismo buscaba en qué ocuparse de noche y de día sin descansar), fue el que en el campo y en la nao, cuando estaba surta, y en el presente viaje, llevó en peso el servicio de los enfermos, con rostro alegre, mostrando a lo claro que aquellas sus entrañas ardían en caridad; con que sangraba, echaba ventosas, hacía las camas, las medicinas, y todo pasaba por sus manos en servicio de los enfermos: ayudábalos a bien morir, amortajábalos y los acompañaba hasta la sepultura o sacarlos de peligro. Hombre, al fin, que mostraba bien en las palabras y obras cuanto sentía ver tantos y tan miserables trances; pero había orejas a donde llegadas sus voces, por no hallar puertas se volvían a su dueño, que de nuevo las convertía en más amor y más cuidado de acudir, como acudió, con su piedad acostumbrada.